Hace pocos días, mientras asistía al funeral de un joven empresario amigo, me pregunté: ¿si hubiese llegado mi hora, habría tenido o no el tiempo necesario para hacer todo lo que hubiese querido? No sólo en el aspecto profesional, sino principalmente en lo personal y familiar. Los cuadros de mi vida pasaron uno a uno por mi mente viendo cuánto tiempo había dedicado a mi trabajo y cuánto a mi familia. Con sorpresa pude constatar que el balance era negativo, de los 47 años que tengo, más de 30 los he dedicado a una constante preparación profesional y al trabajo, y muchas veces hipotequé el valioso tiempo familiar en beneficio de “días mejores”. Muchas veces creemos que somos imprescindibles o irreemplazables en las organizaciones, cosa muy equivocada: todos somos en cierta medida necesarios, pero nunca imprescindibles. Tus sucesores te están “pisando los talones” y piden su oportunidad, es por ello que los gerentes en pleno nos tenemos que diferenciar no sólo mediante el conocimiento, la experiencia y un fuerte liderazgo, sino también dando resultados fuertes de corto y mediano plazo: una presión que, muchas veces, es la causa del rompimiento del equilibrio entre trabajo y familia. No quiero decir con esto que no debamos ponerle pasión, responsabilidad y entrega al trabajo, pero si usted: trabaja más de 12 horas al día; no practica deportes; no tiene pasatiempos ni intereses, ni amigos; usa sus vacaciones y días festivos como una oportunidad para trabajar horas extras; cuando está de vacaciones vive conectado al computador de la oficina y duerme con su teléfono celular, de seguro está usted en riesgo de convertirse (si ya no lo es) en un trabajólico, candidato a un infarto o a perder pronto su familia o su pareja. El trabajólico no sólo se hace daño a sí mismo, sino a la empresa, porque crea falsos estándares de conducta laboral. Los gerentes generales, en conjunto con el área de recursos humanos, somos los llamados a evitar que esta aberración laboral críe raíces en nuestras organizaciones. Nuestras familias lo agradecerán y de seguro… nuestros nietos también.
Por: Edwin Fernando Chávez Zavala